Vuelves sobre tus pasos, descansas, recalas, haces, deshaces, miras, alientas, discutes, reptas, te levantas, lloras, desgastas … y vuelves.
No busques leña, no busques letras. Todo está quieto y dormido. Te hablan despacio y tú te recoges dolorido. Vuelves.
No vengas. Respiras y nada entiendes. Reptas como un animal sin patas, arrastrando la barriga por el fango frío. Vuelves.
Quieres dejarlos lejos … y todo se vuelve nebuloso y borroso, todo tiembla en un recuerdo negro e inseguro. Nada. ¿Qué soy? Ayer. ¿Cuándo empezó? Y sigues mirando en ese espejo por si algún día llega la imagen que lo explique. Vuelves.
No hay imagen, no hay gloria, no hay bendición, ni razón, ni alabanza, ni oficio sagrado que adorar. No eres dios, ni ángel, ni demonio, ni figura alguna. Eres nada. Eres viento retorciendo las velas de un barco. Es lo único que haces, volver.
Te giras y ves lo acontecido, y lloras. Recuerdas, pero ya dudas de su veracidad. Vuelves al llanto. Entornas los ojos como si la niebla se disipara así, pero el recuerdo sigue negro e ignorante. Te das la vuelta …
Y miras el barco con las velas enredadas. Tú ya no eres viento, sino agua que salpica las maderas. Agua en furia, agua desvaneciéndose en tormenta, zarandeando el barco, retorciendo todo menos las velas ya enredadas. Y el barco vuelve …
… convertido en náufrago, herrumbroso y roto, descosido, inundado y cansado.
Fuiste viento, fuiste agua en furia. Ahora barco envarado. Te queda ser arena, piedra partida, golpeada, erosionada. Arena que un día fue piedra, concha, vidrio … y que ahora reposa en la playa, se deja levantar por el aire, mojar por el agua, y sostiene al barco encallado.