(A mi primo Enrique)

La soledad golpea, primo, no sólo en Navidad. Cuando golpea, golpea todo el año. Y nos deja moratones en las ganas, nos araña las sonrisas y ahoga la esperanza apretando con firmeza en la garganta.

Y parece difícil deshacerse de ella. ¡Es una maldita okupa! Nadie la invitó a cenar, y lleva ya… ¿cuántos años?

A veces parece que podemos llegar a llevarnos bien, pero entonces… vuelve a golpear.

Querría preguntarle, primo, si es una enfermedad, si tiene cura. Porque a veces sospecho que es un órgano más de mi cuerpo; una región del lóbulo izquierdo o del derecho; una quinta cavidad, vacía, del corazón; una glándula que segrega jugos que cierran el estómago…

¿Cómo puede uno esquivar sus golpes? ¿Cómo puede uno extirparla de su ser?

Hay algo que no le gusta a la soledad, algo que le hace retirarse: escuchar. Pararse a escuchar los más leves sonidos. Los latidos, la respiración, el aire, los roces, los tintineos, los suspiros… Todo lo pequeño y leve, apenas audible, lo que sucede sin que nadie se percate. Los sutiles sonidos de una mirada triste, un mensaje críptico, una ausencia prolongada…

Los he oído, primo, aunque no haya dicho nada. Y mi respuesta es que estoy aquí, a ratos con la misma enfermedad, pero escuchando… para apartarla.

[El audio llegará un poco más adelante.]

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