El hombre azul se asoma a la ventana del atardecer. Los pequeños adornos metalizados de su tocado brillan reflejando los rayos del sol en retirada. Suspira por el encierro, baja la mirada con desolación. Respira con lentitud.
El pequeño mirlo silba una breve melodía, y las hermosas florecillas que brotan siempre con su canto, caen suavemente sobre el mármol de la mesa. El hombre azul las acaricia. Parecen pedazos de su propia piel…
«Soy débil», dice al oído del mirlo.
«Yo no puedo huir, ¿por qué no huyes tú?», invitándole a salir por la ventana, sacándolo con sus manos fuera del vano. Pero, el pájaro no se mueve. Regresan manos y mirlo al interior de la estancia. El débil sol del atardecer ha herido la delicada piel de sus manos azules…
¿Para qué servirá este mirlo que crea flores de la nada? ¿Para qué sirven sus flores? ¿Para qué sirve un canto que sólo oigo yo, quien no se alegra con él?
Hace sólo un mes que el pequeño mirlo apareció en su balcón y se quedó. Hace un mes que no se separa de él. Hace un mes que se acomoda en su hombro, silba y le regala flores. Hermosas flores azules que nadie más disfruta, que nadie más huele, y que se secan en el suelo pulido, en las mesas esmeriladas, en los asientos tapizados en seda de las sillas vacías.
El pequeño mirlo revolotea hasta la mesa y picotea las flores aún frescas. El hombre azul se pregunta, mira con curiosidad al pajarillo. ¿Por qué las destruye? ¿Le ha vuelto loco el aislamiento? Los picotazos han hecho heridas en los delicados pétalos y brota de ellas una leve sangre azulada. El mirlo lleva el pico manchado. Entonces vuela hacia las manos del hombre, él las ofrece para acoger a su único amigo. Y el pájaro empieza a frotar su pico en la piel herida, dejando las gotas azules de la sangre de la flor sobre ella.
Ante el asombro del hombre azul, la piel empieza a calmarse, ¡a sanar!
«¡Bendito seas!», grita lleno de alegría y sorpresa. Llora de felicidad, porque comprende el motivo de su llegada. El mirlo recoge las lágrimas del hombre azul con su pico, limpiándose los restos de la flor.
«No hay que cerrar las ventanas…», reflexiona en voz alta. Ese fue todo el legado que le dejó su madre al morir; la costumbre de abrir, a pesar del sol. «Porque por la apertura vendrá algún día la solución».