Conforme la nube va llevándose la luminosidad de la luz, la posibilidad de la lluvia va ganando terreno en las mentes de la gente. Las hojas se dejan arrastrar a ras de suelo, crepitando, en busca de algún rincón donde parar y, a ser posible, guarecerse. Los semblantes se ensombrecen: «Día gris; día triste; día desapacible». Añoramos el sol. Llevamos demasiado tiempo acostumbrados a su alegría, a sus facilidades. Miramos hacia el cielo esperando que la nube esté a punto de pasar… Pero, se ha ennegrecido.
Las hojas se arremolinan, se inquietan. Empieza a oler diferente, frío; y la piel se entristece, buscando consuelo en el abrazo de la ropa.
Pero, es temprano. El reloj, que no ve, ni huele, ni siente, continúa dictando; y mis piernas, mis brazos y mi boca se mueven tratando de seguir el ritmo de su prosodia.
De pronto, una algarabía de pájaros discutiendo por el mejor lugar en un árbol. La lluvia está cerca. He dejado de escuchar al reloj, me detengo a escucharlos y observarlos a ellos. Después aprieto el paso, y también mis brazos contra el cuerpo, abrazándome. No es cariño, ni nerviosismo. Es que el viento también quiere refugiarse bajo mi jersey, y yo discuto con él, como los pájaros: «¡Este rincón es mío!», sacándole de nuevo a la intemperie. No quiere mojarse y yo tampoco. Le invito a un café si promete no molestarme, y juntos entramos en la cafetería, justo antes de que comience a llover.
Las gotas se aplastan contra el cristal, tratando de escuchar nuestra conversación, de modo tan descarado que me ofende, y bajo el tono de mi voz para fastidiarlas. ¿Qué estoy diciendo? ¿Qué le cuento al viento? Que echo de menos al sol, que me gusta su compañía, que podría enamorarme de él; o al menos establecer una tóxica relación de dependencia que me impida disfrutar de otras climatologías.