He tirado por la borda todos los sentimientos que me mantenían atado a este pueblo. Estuve años guardándolos uno a uno en una caja, y cuando estuvo llena, repleta… rebosante… Había muchos, nunca me había dado cuenta de que había tantos, hasta que la sostuve entera sobre mis brazos. El peso, fue el peso lo que me hizo tomar la decisión. Hasta entonces, ni siquiera había pensado qué iba a hacer con lo que estaba guardando. Pero, cuando sostuve la caja y noté cómo se hundían mis pies contra el suelo y que se me hacía difícil avanzar, un simple paso… Decidí que tenía que deshacerme de todo.
Encontraba un sentimiento, lo miraba, lo revisaba, lo ponía a la luz y descubría manchas, grietas, deformidades que lo convertían en algo que había que ocultar. El primero de ellos, lo recuerdo, fue el que más me sorprendió, y también el que más me avergonzó: Soy débil y ellos lo saben. No fue difícil querer esconderlo. La caja estaba allí y lo metí. Metí todo, la ceguera, el desamor, los errores, las debilidades, las limitaciones, los autoengaños, las dependencias, las ilusiones… Las ilusiones, propias del iluso que siempre fui, desde niño. En el fondo siempre me alimenté de ellas, quería tener esperanza, pero la esperanza te hace esperar. Esperar lo que las ilusiones te ponen delante. Y eso nunca llega. Creía que la esperanza era el motor de cualquier logro.
Y luego la llamé Fe. Tenía fe en cada uno, tenía fe en mis posibilidades, en mi capacidad de espera, en el tiempo, en la justicia, en el amor… Pero, la Fe, como la esperanza y la ilusión, es ciega. Ciegas… La espera demasiado larga, las desilusiones tan frecuentes, fueron minando la fe. Dejé de tener fe. La metí en la caja. Y con ella a las otras invidentes que me hacían tropezar con tanta facilidad.
Soy débil y ellos lo saben. Pero, no sabían que existía la caja.
¿Por qué la cogí? Podía haberse quedado en aquel rincón más tiempo, incluso para siempre. Pero, algo sucedió. ¿Qué fue? La cogí y noté el desmesurado peso que había en ella. Me enfadé. Estuve muchos días enfadado antes de darme cuenta de que tenía que tirarla.
Hay quienes se tragan todos esos sentimientos y luego enferman, sucumben al resentimiento, que les amarga y les consume por dentro. Se envenenan. Pero, yo tuve la osadía de ponerlo todo en la caja. Y… quise moverla. Quise hacer sitio, quise usar el sitio que todo aquello estaba ocupando y traté de moverla. La cogí, la levanté, hice un gran esfuerzo y pensé: «¡Qué diablos…! ¿Cómo he acumulado tanto desperdicio aquí dentro?» Y supe que tenía que tirarla. Sí, porque algo sucedió.
Había empezado a ponerme al sol por las tardes, tomándome una taza de algo, con los ojos cerrados, notando el calor. Era agradable. Era muy agradable… Estaría bien dejar entrar ese calor a todo mi ser, que llegase a las zonas oscuras, a las que se habían ido enfriando. Simplemente sucedió que me di cuenta de lo agradable que es el calor, de lo necesario que es el calor. Y de que el calor llega con la luz. Tenía que despejar los rincones… el rincón donde guardaba mi caja de sentimientos dañinos, mis timadores internos… Me enfadé con la caja, me enfadé con las ilusiones, me enfadé con la gente real, me enfadé conmigo mismo, me enfadé con todo. El pueblo entero fue objeto de mi enfado. Y desaparecí durante meses. Meses en los que me llevé la caja a cuestas conmigo, todavía. ¿Cómo pude hacerlo? Acabé agotado.
Y una noche, de madrugada, cuando la luz parece estar lo más lejos de aparecer que se pueda estar, tomé la caja y la tiré. Estaba harto de arrastrarla conmigo. La tiré por la borda. Vi los sentimientos flotando dispersos, desordenados, durante un tiempo, para después hundirse lentamente, uno a uno, en las calmadas aguas del perdón y la aceptación. Respiré. Me sentí ligero. Sonreí. Y en cuanto amaneció me coloqué al sol para recibir sus rayos, su calor y su luz.
Y seguiré ofreciéndole cada rincón de mi ser para que me limpie y me ayude a seguir el viaje hacia mi verdadero yo, y hacia mi verdadero destino.