En mi cabeza, todo parecía más inamovible antes. Yo creía en lo permanente. Todo lo que pretendía ser un proyecto tenía que ser permanente, para siempre. Tomada una decisión debía ser estable, cerrada, fija, perfecta. Y cuando hacía aguas ( que siempre las hacía), yo intentaba achicar y continuar. Lo inamovible me cegó.
El esfuerzo de achicar me planteó dudas. Me paré a mirar las fisuras, las grietas, el estado del barco… su destino. Y me quedé mucho tiempo a la deriva, rota y aterrada. No me di cuenta de cómo se había visto afectada mi identidad al dejar de creer en lo inamovible.
¡Había que reparar tantas cosas! El viaje no podía continuar así, con el casco lleno de agujeros… ¡y sin destino!
Ahora me toca lijar la madera y barnizarla, sacar su verdadero color y protegerlo. Sellar bien las grietas, revisar la flotación, elegir destino y orientar las velas.
Ya no quiero que nadie suba a mi barco. Quiero navegar y encontrarnos en el mar, en días soleados y en días de tormenta, cada uno con su barco, con su destino. A ser posible en la misma dirección, para encontrarnos.
Mi identidad ha cambiado, de tierra firme a navegante. Sigo lijando tablones, sigo barnizando. Aún miro al horizonte preguntándome hacia dónde ir. Pero, al menos ya sé que la vida transcurre en el mar.